sábado, 20 de agosto de 2016

Literatura contra manuales de guion e industria

Como narradores de historias nos encontramos siempre ante dos tareas muy difíciles de realizar: construir la trama y construir los personajes. Hay muchos significados para describir la trama (desde el tejido invisible de los eventos que vamos a narrar, hasta la disposición sucesiva de esos mismos eventos en un sentido –aparentemente- lineal que se acerca más a lo que se llama la fábula para el formalismo o el plot para casi todos los manuales de guión), y una sola para designar a los personajes.

Los manuales de guión y los talleres literarios intentan operar todo el tiempo sobre lo cuantitativo de estos dos temas. Intentan encapsular un cierto patrón, en el sentido algorítmico de la palabra, que permita resolver ambas tareas. Se busca construir un método de predictibilidad que simplifique el trabajo y lo ponga al alcance de quien lo quiera realizar. Pero detrás de esta procedimentalización, de esta búsqueda programática, hay una necesidad enorme de conseguir resultados y no experiencias.

Cuando me refiero a resultados, hablo del trabajo sobre los textos como un medio de éxito y no como un vehículo capaz de producir experiencias en el otro. Por eso lo cuantitativo es tan importante para los manuales. No porque exista una noción fuerte e intuitiva de que toda historia narrada tenga una forma, una composición y unas proporciones, sino porque en apariencia todas estas deberían de estar correspondidas a un cierto número de páginas y una cierta disposición de los eventos que podrían ser desmontadas igual que los componentes de un medicamento.

Esta forma que es la más común y usual para instruir en la escritura se expresa en términos racionales y busca referentes que se puedan probar. Carentes de ambigüedad y de alma. Incluyo también aquí todas las metodologías influenciadas por disciplinas científicas. Toda aproximación científica a la escritura se convierte en forense. Esto es idénticamente analítica a la que un médico desempeña cuando abre un cuerpo y empieza a catalogarlo.

Por eso cuando me refiero a una perspectiva experiencial no quiero descartar la existencia de estructuras, pero sí poner en situación de sospecha la excesiva recurrencia al estudio de estas estructuras y su aproximación a ellas como una fórmula. Estas prácticas, junto con los manuales, surgieron a partir de una necesidad industrial (del cine, la tv y la novelística) de producir en cantidad, con un ritmo permanente (sea el fordismo norteamericano o el stajanovismo ruso), que responden a una demanda de producción que necesita predictibilidad y que no se rompa la cadena productiva. Todos estos son problemas de la producción y no de la escritura.

Si nos atenemos a los términos industriales, los largometrajes tienen un mercado que define su alto valor comercial, así como los cortos tienen un valor más de experimentación y amateur, y los mediometrajes se convierten en los hijos descastados del sistema. Y si bien, por ejemplo, la música popular del siglo XX y XXI tiene estructuras y patrones muy definidos, aún cuando se han conseguido métodos cada vez más precisos para producir hits, nada ha podido reemplazar lo que puede dar un compositor con pasión, talento y bien inspirado.

Esto es más difícil de visualizar en la escritura de textos que en la música y, paradójicamente, es donde más se han generalizado y homogeneizado las fórmulas de construcción dramática. Así y todo, las formas y las técnicas del texto narrativo han ido evolucionando. Del cuento con una moraleja (escrita y descrita), se pasó al cuento clásico de finales “sorpresivos”, al cuento moderno con finales ambiguos o abiertos. En este último tipo de cuentos influyen mucho dos aportes (¿técnicos?) de Hemingway y de Joyce.

Hemingway con su teoría del iceberg lo que nos quiso legar es un problema. El problema de lo eludido, de lo no dicho. Esa parte enorme, oculta, invisible, que sustenta al pico del iceberg es esencial en la construcción del cuento. Nos lega que el cuento es inducción a lo que no está representado y que cuando lo no representado es nombrado y aparece en escena de forma literal, todo lo mágico desaparece. Y con todo lo mágico desaparece lo importante de una historia. Por eso evocar o decir, ahí está el problema.

Las técnicas narrativas empaquetadas por la industria apuntan a la forma y al resultado, pero desconocen todo lo que implica la evocación. Nos dicen en qué página debería estar el punto de giro tal o cual, pero con eso no le habla ni al escritor ni al artesano, sino al oficinista encadenado. Y no digo que las pautas “industriales” carezcan de importancia alguna, más si se las entiende desde el lugar de que son necesarias para vender el trabajo y ganar dinero por él. Voy a que la formación en escritura está preocupada obsesivamente por las pautas cuantitativas y no por las que hacen a las creativas. Por eso me animo a una pequeña hipótesis.

Me animo a pensar que tal vez el cine y gran parte de la televisión estén más preocupados por conseguir obras originales que se puedan adaptar, ya que allí reside el corazón creativo del asunto: en la obra original. Y que los productores sean cada vez más “ejecutivos” que creativos porque lo que se necesita de ellos es la capacidad de re-empaquetar un producto (anterior novela, anterior película, anterior serie, anterior comic y así...) para volver a venderlo. El gran trabajo de los guionistas hoy oscila entre el productor ejecutivo y el adaptador talentoso. Ojo, esto no es nuevo. Muchas veces los grandes novelistas y dramaturgos (Brecht, Chandler, Thompson, o Faulkner) adaptaban a otros novelistas y dramaturgos en los años del cine clásico norteamericano. Y esto es así porque hay una ley incontroversible que implica que siempre es más sencillo adaptar que crear. Es más fácil operar, en la escritura, sobre un mundo ya asentado que tratar de inventar uno nuevo.

Un mundo narrativo “nuevo” es el gran I+D de la escritura y por lo general es mejor que ese gasto de ensayo y error lo pague otro (idealmente el propio escritor, a quien después darle nada o monedas, por el esfuerzo pionero que realizó).

La industria necesita un tiempo de desarrollo y producción al que si se le incluyera el trabajo de generar un concepto completamente original, no estarían tan contentos de financiarlo. Salvo que sea a escritores que ya lo hayan generado para los medios audiovisuales o editoriales en otras oportunidades. Pero el trabajo pionero de invertir, por ejemplo, en un Kafka –así hubiera pistas ciertas para detectarlo-, no es un problema que quiera resolver la industria cultural. Se lo prefiere tuberculoso, muerto y con fama tardía que arriesgar en alguien así cuando no hay certezas de lo que puede dar. Bueno, igual Kafka no ha sido de lo más adaptado del mundo, pero valga el ejemplo del escritor que construye su obra en estado de anonimato y “autoregulación”.


Cuando me refería a la aportación –también- de James Joyce, está el concepto de la epifanía. Otra variante de lo evocado y no dicho. Él en sus Dublineses experimentó con esta idea, pero también se la puede encontrar en escritores como Chéjov, Flannery O’Connor, Raymond Carver y muchos otros. Esta epifanía vino a consolidar la transformación de los finales en el cuento. Mientras la narración de una historia va “acumulando” sus eventos, esta acumulación empieza a generar un sedimento no solo informativo, sino también emocional. Este sedimento es el que permite que en un momento dado, casi siempre en el final o cerca del final, el lector experimente una sensación que va más allá de lo que venía “acumulando”. Hay algo que el texto no dice, pero sugiere y no nombra. Hay una visualización casi vívida de algo que impone un descubrimiento, una manifestación de algo que supera lo anecdótico de la historia.

Esta epifanía joyceana, de cuño católico, expresa el punto de contacto de la lectura con el misterio. O con la develación de un misterio. No es, como en el caso de una novela policíaca (sobre todo las clásicas) donde una prueba nombrable designa un culpable con nombre y apellido. No es necesariamente tampoco la idea de un final meramente abierto. La epifanía conecta con lo oculto. Conecta con la base del iceberg hemingwayiano. Establece una conexión, pero es diferente. Mientras en el modelo de epifanía joyceana hay un momento en el que lo oculto nos “habla” sin valerse de palabras, en el modelo hemingwayiano nos encontramos con casos como “El río de los dos corazones” en el que todo el cuento está construido sobre la base de una ocultación y que jamás se revela: el trauma de la guerra que padece su protagonista Nick Adams.

Son dos aproximaciones hacia un mismo fenómeno: lo que está detrás o en la base de la historia. Lo que sostiene el cuento no es lo que se ve, sino lo invisible; y el gran trabajo “técnico” de la narración, altamente elaborado y difícilmente cuantificable, recala en cómo producir estas experiencias en los lectores sin hacerlas evidentes. Sin ponerlas en palabras.

La gran lección de Matthew Weiner, aprendida de David Chase en Los Soprano y aplicada en Mad Men, reside en el trabajo de la epifanía. Se escuchaba, mucho, que Mad Men era una serie en la que “no pasaba nada” y hasta podía llegar a parecerlo. Sin embargo, el gran trabajo de la serie consistía en contar cada trama como si fuera un cuento. Sobre todo cuando esta trama era episódica. En casi todos los finales, de trama o de episodio, se experimentaba esta sensación de que algo inesperado o reprimido emocionalmente por los personajes, se manifestaba. Esta manifestación de los sentidos ocultos está en la base de Mad Men, mucho más que su ambientación histórica o el carácter de sus personajes.

Y cuando hablaba de que esta es una lección aprendida de David Chase, me refiero a que en muchas tramas de Los Sopranos se usaba esta técnica de inducir y sugerir lo que estaba oculto. A veces para producir un efecto meramente dramático, otras veces para generar una sensación de tragedia inminente, o incluso de tragedia frustrada (como cuando la Doctora Melfi le oculta a Tony Soprano que ha sido violada porque sabe que él puede provocar un daño mucho más grande que el que le han causado a ella, o hasta porque reprime algo instintivo, pero en cualquier caso es algo que todos sabemos y no necesitamos que nos describan).

Esto tiene una parte de lección para todos también y es que cuando a una historia le falta trasfondo y misterio, se apela invariablemente a la literalidad. Es decir, se cuenta todo. Contar todo es uno de los grandes problemas de la (mala) narrativa industrializada.

En algunos casos hay quien trabaja muy bien los sentidos ocultos porque quiere provocar una experiencia en el lector/espectador de descubrir por él mismo lo que está debajo. Sin inducción, sin epígrafe, sin moraleja, sin pedagogía. Por eso cuando un escritor “denuncia” sus intenciones o su ideología para asegurar ser leído como quiere ser leído, incurre en "pecado" de pereza.

Esa relación que establecemos los escritores con la parte sumergida del iceberg es el gran desafío vital al que nos enfrentamos. Podemos hacerlo a lo Hemingway, a lo Joyce, a lo Chéjov, a lo Carver. Matthew Weiner contó sin tapujos que su referencia para Mad Men era John Cheever quien, de una manera o de otra, expresaba de forma magistral el mundo de lo reprimido en la vida suburbana de EEUU en los años 50, 60 y 70. Su cuento “El nadador” es uno de los mejores ejemplos, y su adaptación como película (protagonizada por Burt Lancaster), representa en gran medida la importancia de lo eludido.

Pero está bien pensar, también, que la elusión es una técnica muy poderosa si tenemos un conocimiento profundo de lo que estamos eludiendo. Cuando “descartamos” -en pos de esta elusión- los elementos dramáticos de un mundo que queremos narrar, hacemos una selección artística, moral y política. Decimos que esto de lo que no se habla es un mundo peligroso y esto es porque antes de eludirlo nos dimos el tiempo de experimentarlo, vivirlo e interpretarlo.

Como escritores tenemos tareas muy complejas por delante. Mucho más de la que los manuales de escritura, cursos y seminarios de guión, y mágicas clases con gurúes pueden darnos. La escritura más que una fórmula es una experiencia. Es una experiencia que transitamos acosados por los problemas de la forma. Pero los problemas de la forma son los que nos empujan a buscar alternativas prácticas, cuando los problemas más acuciantes, los de contar la historia, los de que la historia sea emotiva e importante, los de que el mundo que mostramos sea interesante y vívido, son los que los manuales y los gurúes son incapaces de ofrecer. Porque el verdadero problema “técnico” de la narración, no reside en el número de página del punto de giro ni en la nomenclatura técnica de un guión. Reside en nuestra capacidad de elaborar todo el rango de tensiones que se impone entre nuestra historia de superficie y nuestra historia sumergida. Entre lo que se ve y su background. En cómo somos capaces de eludir lo literal y lo obvio. En cómo nos zafamos de una vez por todas de las consecuencias de lo númericamente contable y lo previsible, así como del influjo letal de cualquier forma encubierta en que se nos aparezca la moraleja.

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